Michael Meaney, un obrero de origen irlandés que emigró a Londres, se sometió voluntariamente a permanecer enterrado vivo durante sesenta y un días en un ataúd, en un intento desesperado por salir de la pobreza y obtener una fama que lo hiciera millonario. El reto, que tuvo lugar en el barrio de Kilburn en febrero de mil novecientos sesenta y ocho, se convirtió en un espectáculo público seguido por los medios. Meaney descendió a una caja de madera reforzada equipada solo con dos tubos para ventilación y comunicación, un pequeño orificio para recibir comida como pan y carne enlatada, y un balde para la higiene. La hazaña, una versión extrema de la moda de “sepulturas voluntarias” de la época, tenía como objetivo batir un récord mundial y asegurar una recompensa económica que nunca llegó.

Tras emerger de su encierro de más de dos meses con el rostro pálido y el cuerpo debilitado, Meaney fue recibido como un campeón, pero la promesa de un premio y un lugar en el récord Guinness se esfumó. Los organizadores desaparecieron y el dinero nunca se materializó, dejándolo a él y a su familia en la misma precariedad. Aunque su historia fue brevemente una sensación mediática, el interés se desvaneció rápidamente cuando su récord fue superado por otro competidor. El hombre regresó a la rutina anónima de la clase obrera, enfrentando el daño a su salud mental causado por el aislamiento. Décadas después, su historia fue rescatada en un documental, dejando la amarga sensación de una promesa rota









