El último destino del cuerpo de un Sumo Pontífice son las “grutas vaticanas”. Con este nombre se conoce a la necrópolis que se extiende por debajo de la nave central de la Basílica de San Pedro en la Ciudad del Vaticano. Desde la tumba se San Pedro hasta la de Benedicto XVI estas grutas encierran obras de arte, misterios e historias respecto a varios de sus ocupantes. Aquí una de sus páginas más oscuras.
El papa Pío XII
Eugenio María Giuseppe Giovanni Pacelli, quien tomara el nombre de Pío XII, dirigió la Iglesia Católica durante la Segunda Guerra Mundial cuando la Alemania nazi ejecutaba el exterminio sistemático de millones de judíos. Para muchos un papa santo porque contribuyó con el rescate de muchos judíos en Roma, para otros, fue un papa que no logró encontrar las palabras para condenar el asesinato en masa de los judíos.
Pacelli conoció al médico Riccardo Galeazzi-Lisi, un oftalmólogo a quien se tenía por incompetente, cuando lo curó de un mal estomacal que lo aquejaba diagnosticando “intoxicación por ácido crómico” debido a su crema dental. De esa forma logró colocarse como su médico personal desde la elección hasta su muerte. Habían pasado 19 años y 221 días de papado cuando el Santo Padre, de 82 años, enfermó gravemente.
El 9 de octubre de 1958 a las 03:52 de la madrugada Pío XII murió debido a una insuficiencia cardiaca aguda como consecuencia de un infarto al míocardio que se presentó de manera súbita. El cadáver no estaba ni frío en su residencia de verano en Castel Gandolfo, cuando Galeazzi-Lisi tocó la puerta del cardenal Tisserant, decano del Sacro Colegio, afirmando que el propio Pío XII había dado su consentimiento para una práctica nueva y revolucionaria de embalsamamiento inventada por él. Como se conocía que Pío era contrario al embalsamamiento tradicional, el cardenal creyó en su palabra.
Galeazzi-Lisi sometió el cuerpo a un procedimiento al que llamó “ósmosis aromática”. No extrajo ningún órgano y lo sumergió en un líquido de hierbas y aceites aromáticos con ciertas resinas y sellándolo con varias capas de celofán. Así fue expuesto en la tarde del mísmo día de su muerte pero con el calor propio del otoño y sin ningún tratamiento embalsamador el cuerpo se hinchó y empezó a despedir tal pestilencia que los guardias de honor, ni por honor podían mantenerse en pie porque se desmayaban. Los cardenales se reunieron al darse cuenta de la estafa y trasladaron el cuerpo para darle un tratamiento propio, pero a la altura de la basílica de San Juan de Letrán el tórax de Pío XII explotó.
En el Vaticano hicieron de todo para recuperar algo del cuerpo del papa, pero ni los mejores tanatólogos pudieron hacer mucho: la piel del rostro se desprendía, el tabique nasal se cayó y hasta hubo que cerrar la basílica de San Pedro entre el 11 y el 12 para volver a intervenir el cadáver, elevar la tarima para que no se lo pudiera apreciar de cerca y colocarle una máscara de cera. Para meterlo dentro del ataúd hubo que amarrarlo con finas tiras de seda que impidieran que sus extremidades se desarticularan. Así descansó finalmente en las grutas vaticanas, cerca de la tumba de San Pedro.
“Tal fue la horrorosa impresión que dejaron los funerales de Pío XII que sus sucesores Juan XXIII y Pablo VI ordenaron por escrito no utilizar nada fuera de lo común y lo normalmente estipulado por la medicina para la conservación de un cuerpo”.
No contento con su estafa Galeazzi-Lisi tomó fotografías de Pío XII en agonía y mientras lo embalsamaba, ofreció exclusivas y hasta puso precio a cada insumo que podía ofrecer a las diferentes agencias de prensa. Se sabe que las gráficas fueron vendidas a muy buen precio a ciertos medios que osaron pagarle.
El nefasto médico fue despedido del colegio cardenalicio y fue expulsado del Colegio Médico por comportamiento indigno. El sucesor de Pío XII, el Papa Juan XXIII, lo desterró del Vaticano de por vida.