La Orden de San Agustín, inspirada en las enseñanzas de San Agustín de Hipona, reúne a frailes agustinos que integran la vida clerical con una comunidad fraterna. Desde el siglo XI, fue pionera en combinar el ministerio sacerdotal con la vida común, enfocándose hoy en misiones, educación y atención hospitalaria.
Para los agustinos, la vida comunitaria, el compartir y la hermandad son fundamentales. Valoran el estudio y el pensamiento crítico, siguiendo la creencia de San Agustín de que fe y razón se complementan. Por ello, es habitual verlos en universidades, escuelas y proyectos sociales.
En esta línea, Robert Prevost, ahora León XIV, llegó a Perú a los 30 años como misionero agustino, dedicado a la evangelización, la educación y el servicio a los más necesitados, guiado por el carisma agustiniano de seguir a Cristo.
La Orden de San Agustín pertenece a las órdenes mendicantes de la Iglesia, junto a franciscanos y dominicos. Surgidas en la Edad Media, estas órdenes se opusieron al aislamiento monástico, promoviendo que los religiosos enfrenten los desafíos del mundo en lugar de recluirse. Así, buscan una Iglesia activa, comprometida con los problemas sociales y cercana a la gente.
Pero… ¿Quién fue San Agustín?
San Agustín de Hipona (354-430), nacido en Tagaste (actual Souk Ahras, Argelia), fue un influyente filósofo y teólogo cristiano. Hijo de Santa Mónica, una devota católica, y Patricio, un pagano convertido al cristianismo al final de su vida, Agustín vivió una juventud marcada por placeres mundanos antes de abrazar la fe.
Educado en latín desde niño, a los 11 años estudió literatura y cultura romana en una escuela a 30 km de su hogar, donde descubrió a Cicerón, quien despertó su interés por la filosofía. A los 17 años, en Cartago (hoy Túnez), estudió retórica y adoptó el maniqueísmo, alejándose del cristianismo. Vivió una vida hedonista, jactándose de aventuras sexuales, y tuvo una relación con una mujer con quien tuvo un hijo, Adeodato, que murió joven. Sin casarse, convivieron como amantes.
A los 30 años, inspirado por la vida de San Antonio Abad y un pasaje de la Carta a los Romanos de San Pablo, Agustín se convirtió. Bautizado en 387 por San Ambrosio en Milán, regresó a África tras la muerte de su madre Mónica y Adeodato. Vendió sus bienes, donó el dinero a los pobres y convirtió su casa en monasterio.
Ordenado sacerdote en Hipona en 391 y nombrado obispo a fines del siglo IV, Agustín se destacó como predicador y erudito. Vivió frugalmente, trabajó incansablemente y administró con habilidad las finanzas de su comunidad, según el obispo Possídio. Escribió extensamente, defendiendo que el ser humano es una unión de cuerpo y alma, un concepto que moldeó la filosofía posterior. También desarrolló la eclesiología, describiendo a la Iglesia como una entidad con una dimensión visible (institución y sacramentos) e invisible (almas de los fieles).
Sus obras, como Confesiones y La ciudad de Dios, consolidaron su legado como uno de los pilares del pensamiento cristiano, influyendo en la teología y la filosofía occidental hasta hoy.